Una sore es multitasking. Mientras prepara un carrot
cake para chuparse los ortejos, hace un reportaje gráfico de todo el proceso,
le aplica filtro Amaro (en honor al abuelo) y lo sube a Instagram haciendo el
pino puente mientras resuelve un sudoku quitando una atómica partícula de polvo que ha osado posarse
en su encimera.
Una
sore es esa motorista que igual te ladra por hacerle una pirula como le
ladra al de al lado por si te la hacen a tí. Así es una sore, macarra
y entrañable a partes iguales.
Una sore informa siempre de sus movimientos, de TODOS sus
movimientos: “voy a levantarme, me rasco, pestañeo, me cambio, pillo una birra y vuelvo,
¿vale?”.
Una sore se atrapa, siempre. Ya sea con el algoritmo de CooleyTukey o con el precinto de una botella
de agua, ella se atrapa y no para. Tú has visto precintos de Solan de Cabras pedir clemencia.
Una sore siempre viste de negro. Salvo cuando viste de
rojo furcia, azul pitufo o amarillo pollo, pero si le preguntas ella
siempre viste de negro.
A una sore le gusta viajar. Es más, si por la sore fuera
viviría en un avión, que coño, en el meridiano de Greenwich, todo el día de
punta a punta del planeta.
Una sore no se enamora de cualquiera. Una sore se enamora de un británico capaz de hacer 700km en coche para comerse unas torrijas y que se descoyunta de la risa cada vez que oye la palabra "emperifollarse".
La sore es esa otra
descerebrada con quien te peleas por la guitarra de tu padre y con quien
cagas amor al unísono cada vez que vuestra madre pone un "ji ji ji" en
el grupo de whatsapp (mamá, los "ji" separados NO, que morimos de amor).
La sore es mi hermana, la otra mujer que no es mi madre
por la que soplaría los vientos y la titapadri perfecta para Jomío.